El Abuelo
“Pero las arrugas no duelen cuando salen ¿verdad?”
La niña se encontraba de pie junto al lecho del abuelo. Sostenía bajo el brazo derecho un osito de peluche mientras observaba detenidamente la cara del abuelo, quien descansaba plácidamente. Se acomodó el osito bajo su pequeña axila izquierda, para evitar que resbalara y cayera al suelo. De inmediato levantó su brazo derecho señalando con su diminuto dedo índice hacia el rostro del abuelo, al tiempo que le decía:
—Abuelo, tienes muchas arrugas. ¿Toda la gente se arruga cuando envejece?
—Sí, Martica, todo el mundo se cubre de arrugas —le respondió él.
—Pero las arrugas no duelen cuando salen ¿verdad?
—Me parece curioso que preguntes por las arrugas. Yo mismo no me había detenido a pensar mucho sobre eso hasta que tenía una buena colección de ellas. Cuando pensamos en la niñez, en tu edad, a la mente nos llegan imágenes de manzanas, cerezas y frutas frescas. Al llegar a mi edad la mente asocia imágenes, más bien, de ciruelas y cocodrilos. Afortunadamente, la mayor parte de las veces las arrugas no duelen. Quizás alguna que otra puede doler, pero esas no son arrugas de verdad, son más bien cicatrices que se llevan en el alma, y por eso, no son visibles.
—A mí los cocodrilos me dan miedo. ¿A ti no te dan miedo, abuelo?
—Solo los que andan en dos patas me causan temor.
—¿Los cocodrilos pueden andar en dos patas, abuelo? ¡Te estás burlando de mí...!
—Martica frunció el ceño, sobre el que asomaron tres pequeñas sombras que, en un futuro, probablemente, se convertirían en arrugas. A Martica le enojaba pensar que el abuelo no la estuviese tomando en serio.
—¡No te enojes, te lo digo en serio! Aunque te digan lo contrario, cuando crezcas verás que sí, que algunos se paran en dos patas, se visten y van a las fiestas a tomar cocteles, y a los funerales a contar historias vulgares, a calumniar al finado o a fingir que están llorando. ¿Has escuchado alguna vez decir que alguien llora lágrimas de cocodrilo?
—Los cocodrilos no lloran, abuelo. No tienen pestañas. Se necesitan pestañas para colar las gotitas de agua de mar que se asoman a los ojos.
El abuelo sonrió.
—Bien, si no me crees, cuando salgas de esta habitación puedes preguntarle a tu tío Tomás, para que te lo confirme.
—¿No vas a salir hoy de esta habitación? Te has pasado todo el día acostado. ¿Por qué mejor no me acompañas y juegas un rato conmigo en el patio?
—Ya quisiera yo poder levantarme y acompañarte a jugar. Pero la verdad es que a mi edad y en mi estado me resulta imposible hacerlo. Me siento terriblemente cansado. Vamos a hacer lo siguiente: en el bolsillo derecho de mi chaleco se encuentra mi reloj de cadena plateado. Sácalo de mi bolsillo y llévalo contigo. No le digas a nadie que te lo he regalado, pues algún villano podría antojarse y pudiera querer apoderarse de él. Si lo llevas contigo, dondequiera que estés, yo estaré presente.
—Pero no es lo mismo, abuelo.
—Es verdad, pero es mejor que nada. Cuando sostengas el reloj en tu mano, será como si yo estuviera sosteniendo la tuya.
—Bueno, si tú lo dices… —Martica buscó el reloj plateado en el bolsillo del abuelo, observó el grabado en la tapa y lo abrió para observar la aguja, que marcaba los segundos inquietamente. Cerró la tapa y lo guardó cuidadosamente en el pequeño bolsillo de su pantalón azul.
—Es muy bonito, abuelo.
—Me alegro de que te guste.
—Abuelo, creo que me voy afuera a jugar. Si cae la noche mamá no me dejará salir ¿Puedo darte un beso?
—¡Por supuesto!
La niña besó al abuelo en la mejilla con un beso húmedo y sonoro, cómo ella sabía que le gustaban al abuelo. Aseguró al osito nuevamente bajo la axila y revisó una vez más su bolsillo para asegurarse de que el reloj estaba en lugar seguro. Se bajó de la silla a la que se había trepado y la colocó junto a las demás que se encontraban en la habitación. Antes de retirarse se viró una vez más hacia el anciano:
—Abuelo, ¿seguro que no quieres venir conmigo?
—Gracias, Martica, estoy cómodo aquí. Ve a jugar —dijo él desde su lecho.
La niña salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí con sumo cuidado, para no despertar al abuelo, que parecía haberse dormido. Afuera, la esperaba su madre.
La madre observó el cuidado con que Martica había cerrado la puerta del cuarto del abuelo y sonrió complacida. Había estado muy ocupada toda la tarde. Traía en sus manos una amplia bandeja con tazas de café, y empezó a brindar a varios familiares que se encontraban agrupados en pequeños por toda la sala. Por el momento, su atención se desvió otra vez de la niña.
Martica divisó a su tío Tomás, que se encontraba sentado en un amplio sillón. Tenía el rostro descansando sobre sus dos manos. Se dirigió hacia él y, sin titubeos, le lanzó la pregunta que le inquietaba desde que había conversado con el abuelo.
—Tío, el abuelo me dijo que te preguntara si es verdad que los cocodrilos pueden llorar. ¿Es eso cierto, tío?
Tomás irguió la cabeza con una expresión de asombro que asustó a Martica. Sus ojos rojizos, que mostraban las huellas del llanto prolongado, se clavaron sobre ella.
—¿Qué has dicho, niña? —respondió el tío.
La madre, que había escuchado la pregunta, no le dio tiempo a Martica para que diera respuesta, y rápidamente intervino.
—¡Martica! ¡Deja a tu tío en paz! —y en tono enérgico, agregó—: ¡Ve a jugar al patio inmediatamente!
La niña giró sobre sus pies y, mientras se dirigía hacia el patio, miró hacia el rostro angustiado de su mamá.
—Mamá, el abuelo fue quien lo dijo...
Con un gesto corto y firme la madre le indicó a Martica que siguiera hacia el patio sin rechistar.
—Perdona a la niña, Tomás, sabes cómo son los niños de impertinentes...
Mientras se dirigía hacia el patio, Martica sentía la extraña sensación de que los ojos de su tío la seguían como si quisieran perforarle la espalda. Una vez allí, sacó el reloj del abuelo del bolsillo. La mamá, que la había estado observando desde una ventana de la casa, cerró las cortinas con semblante preocupado y se dirigió hacia la habitación donde se encontraba el abuelo. Se detuvo un instante ante la puerta, antes de decidirse a abrirla. Lo hizo con cautela, e introdujo la cabeza para cerciorarse de que todo estaba en orden. La habitación estaba exactamente como la última vez que ella la había revisado. Las sillas en su lugar, las velas encendidas, y el féretro con los restos mortales del abuelo al fondo de la habitación. La mujer tomó aire profundamente, y se quedó pensativa unos segundos, pero recordó que tenía que recoger la vajilla en la que había servido a los presentes. Hizo a un lado sus temores, cerró la puerta, y se dirigió con firmeza hacia la sala, organizando su mente para la tarea que se había propuesto.
Mientras tanto, en el patio, Martica abrió nuevamente el reloj. Para su sorpresa, en esta ocasión el reloj produjo una melodía con la tonada preferida del abuelo. Martica sonrió y, complacida, dijo en voz baja: "Abuelo...".